Aluvión en el Hospital Regional

Esta es una crónica del libro “Olas de Barro” de Jessica Acuña, que relata historias ocurridas en los aluviones del 2015 en diversos lugares de Atacama. La historia trata de la catástrofe en el Hospital, contada por Paola Correa Rodríguez, la que era matrona del servicio de Neonatología en ese momento.

Paola vivía en el sector de El Palomar, al otro lado del río, fuera de la ciudad hasta hace unas décadas atrás, pero al necesitar más terrenos para construir más casas, decidieron poblar ese sector a principios del siglo XXI. Algunos creían que cuando viniera una de esas grandes lluvias que se repetían después de varias décadas, se inundaría y habría allí un gran desastre. Por esos días, había rumores surgidos del pronóstico meteorológico que las lluvias serían enormes, pero nadie alcanzaba a imaginar una catástrofe como la que ocurrió.

Esta matrona que vivía con su pequeña hija, estaba tranquila, había llovido fuerte durante toda la noche, pero no se notaba a la hora de su salida ni en las calles y menos en las casas.

Tenía que presentarse en el Hospital Regional antes de las ocho de la mañana de ese miércoles 25 de marzo.

Las clases en todas las escuelas y liceos estaban suspendidas. Su hermana había trabajado durante la noche, por lo que decidió llevar a su hija      al Hospital en vez de dejarla con ella. Pero alcanzando al sector del río las calles comenzaron a cambiar, cruzar el puente fue difícil, y al otro lado la situación era dramáticamente distinta. Costaba avanzar de tanta agua que llevaban las calles, de color café, autos contra el tránsito en cualquier lugar, cero semáforos. Su vehículo avanzaba cada vez con más dificultad, aunque logró llegar al estacionamiento habitual.

Salió del auto, junto a su hija, y al alcanzar la calle vio un torrente en vez del paisaje habitual. Tomó a la pequeña en sus brazos y le dijo que no se soltara por ningún motivo, acercándose al caudal, pero la detuvieron los gritos de los trabajadores de la construcción que trabajaban en la eterna nueva etapa del Hospital, desde la otra orilla, advirtiéndole que no lo hiciera, porque bajaban piedras, que la corriente era peligrosa y era muy fácil caer. Le pidieron que esperaran ahí, y dos de ellos cruzaron, las subieron sobre sus espaldas y así las cargaron jugando con el peso, la estabilidad y la suerte. Todo salió bien y ya estaban en el hospital. Pisar esa otra calle le dio seguridad.

Cruzó la entrada y se dio cuenta que nada estaba bien. El agua le llegaba hasta las rodillas y olía muy mal. El blanco del hospital había desaparecido. Al seguir caminando, con su hija tomada de la mano, se dio cuenta que todo el primer piso estaba inundado, y a cada pasillo por el que avanzaba una de las alarmas sonaba repitiendo con voz robótica que el hospital ya no era seguro y había que evacuar. Se dirigió decidida hacia la sala de neonatología. Pero no encontró a nadie allí, se enteró que los colegas de la noche se habían encargado de trasladar el servicio al tercer piso, a la sala de pediatría.

Los ascensores no funcionaban. Así que los subieron usando las escaleras, se trataba de bebés prematuros con enfermedades de gravedad, varios de ellos conectados a respirador mecánico y todos en incubadoras. Los habían cargado entre varios, haciendo funcionar manualmente el respirador mecánico, en un trabajo difícil. Las incubadoras y el equipo de respiración no son livianos, ni fácilmente transportables y dependen de la electricidad. Miró el lugar, sacó algunos insumos que pensó harían falta, vio como llegaban un montón de soldados a ayudar, conscriptos, y subió con medicamentos y otros aparatos al tercer piso.

Al llegar se encontró con el turno completo. Y era muy difícil llegar. Miró con asombro a una paramédico que venía de las cercanías de Paipote, donde estaban totalmente cortadas las calles, maravillándose ante lo increíble de que estuviera allí, más aún porque tenía dos hijos muy pequeños. Paola tenía barro, no un poco, si no que estaba empapada y el resto del equipo humano estaba en condiciones muy similares. Tomaron conciencia que debían limpiarse para hacer su tarea. Sabían que se trataba de agua contaminada con los alcantarillados que estallaron en diversos puntos de la ciudad.

—Yo no pensaba que estuviese sucia, aunque sabía que era agua con caca, sólo en que teníamos que subir, sacar pacientes, tratar de salvar la situación lo mejor posible —me cuenta Paola, mientras conversamos en un café, en un día soleado, con la ciudad ya limpia, un año más tarde de los hechos. La miro y pienso que se ve “normal”, una persona con ropa limpia, peinada, maquillaje, de pelo negro y ojos expresivos y recuerdo que por esas fechas todos y todas lucíamos tan distintos, porque no había forma de salvarnos del barro. La presentación personal era simplemente terrible.

Me cuenta que tuvieron que bajar a buscar medicamentos o instrumentos, varias veces. Se ponían bolsas de basura para entrar al barro. En el primer piso también funcionaban la urgencia, la sala de esterilización, la UCI, UTI, pabellones de cirugía, la lavandería y otros tantos. Los dos pisos subterráneos donde estaban los generadores estaban completamente inundados. Los pacientes habían sido trasladados en tareas titánicas.

Paola miraba por las ventanas del tercer piso y en la calle seguía bajando con furia torrentes de agua y barro, el exterior y el patio interno del hospital se veían café. Estaban rodeados. Aislados. Pero logró encontrarse con su hermana, quien le aseguró que llevaría a su hija a salvo a su casa, donde la cuidaría hasta que lograra volver. Se abrazaron y luego se separaron. El tiempo pasó rápido, y las cosas no mejoraban.

—Nos informaron que el agua se iba a cortar, a veces teníamos luz, otras no, perdimos el generador, el oxígeno se nos estaba acabando y teníamos pacientes dependientes de él. Esos pacientes iban a fallecer sin el oxígeno. Entonces buscamos estrategias para salvarlos a todos. Tuve mucho miedo, pero trataba de mantener la calma —me cuenta Paola con tranquilidad.

Los problemas seguían. Les avisaron que no tenían comida ni siquiera para los pacientes del hospital, y que el agua se iba a acabar en cualquier momento.

—A nosotros nos dijeron que íbamos a estar encerrados en el hospital hasta que alguien apareciera, no nos podían sacar. Afuera la situación estaba cada vez peor.

La coordinadora los llamó a una reunión. Paola, a cargo de la unidad de neonatología, junto a todos los responsables de los diversos servicios, enfrentando la situación.

—No teníamos como sacar pacientes, se vieron distintas opciones, que los trasladáramos por helicópteros, pero no se podía. A pesar de que estábamos tan cerca del regimiento, donde veíamos que llegaban los helicópteros, pero no tenían acceso a nuestro Hospital porque el helipuerto no funciona, faltó una escalera o un ascensor, sólo llegan hasta el séptimo piso y después no se puede subir con los pacientes.

Saliendo de esa tensa reunión, Paola convocó a su equipo. Una pequeña sala los albergó. Eran como las siete de la tarde, se detuvieron unos momentos a mirarse, a sentir. Paola les contó cómo estaba la situación, algunos lloraron, hablaron del gran compromiso con sus pacientes.

—Yo creo que uno se siente como mamás, papás de las güagüas, y era como una gran pesadilla. No sabíamos qué hacer —cuenta Paola.

La coordinadora les comunicó que la Clínica Atacama podía recibir a los pacientes más graves del Hospital. La mala noticia fue que la única forma de trasladarlos era por tierra, junto al personal, y la ayuda que tenían del ejército, en sus camiones.

—Nuevamente entramos en pánico. Era ir a las calles que estaban completamente inundadas, con lo riesgoso que podía ser para los pacientes y para nosotros. Nuevamente entramos en conflicto. Yo, en algún momento, no quería salir del hospital porque tenía miedo que me pasara algo y pensaba ¿qué pasaría con mi hija?. Pero como jefa del turno comprendí que tenía que dar el ejemplo. Sentíamos que era mucha responsabilidad y que debíamos tomar medidas para hacernos cargo de nuestros pacientes y no le podíamos decir a una madre que se nos iba a acabar el oxígeno y que sus hijos iban a fallecer por ese motivo. Por eso nosotros aprobamos esa decisión de salir del hospital.

Así que Paola comenzó a organizar el traslado. Una matrona y dos paramédicos irían con ellas, otros se quedarían con los pacientes que continuarían en el Hospital. El movimiento comenzó cerca de las once treinta de la noche.

—Nos trasladamos en camiones militares. Fue súper complejo. Bajamos incubadoras por escaleras y sin luz por tres pisos. Las incubadoras pesan 200 kilos, tuvimos gente que nos ayudaba, voluntarios, también los militares nos colaboraron harto.

Los voluntarios fueron gente que apareció en el hospital espontáneamente, al saber la situación en que se encontraba. Se les veía sin zapatos, la mayoría de ellos y ellas con las marcas del barro seco en sus pantalones, dispuestos a ayudar al personal a subir a los pacientes en camillas que se hacían eternas por las escaleras, limpiar, trasladar cosas, poniéndose a disposición de quien les solicitara ayuda.

—Eran como ángeles que aparecían en esos momentos, gente anónima, no les pagaron ni tuvieron ningún reconocimiento por la gran ayuda que prestaron. Uno de repente los veía durmiendo en el suelo —recuerda la matrona.

Llegó el director del Hospital a supervisar el traslado. Miró la incubadora, luego la bomba de infusiones, el ventilador mecánico, el equipo de oxígeno y luego al equipo que preparaba todo. Se acercó a Paola y le preguntó:

—¿Todo esto es un paciente?

—Sí.

—No puede ser, todo lo que tienen que trasladar por cada paciente.

Con las bolsas de basura puestas en los zapatos del personal, los voluntarios descalzos y los militares con sus botas, comenzaron a bajar coordinadamente por las escaleras. Alguien pisó la bolsa de Paola y cayó, rodó un poco por las escaleras produciendo toda una emergencia por su salud y la del recién nacido en la incubadora, porque había dejado de darle respiración manual. Paola logró levantarse y retomar su función, y continuar bajando. Otro equipo venía con una segunda incubadora, unos minutos más atrás.

El equipo llegó al patio, tal vez sintieron el alivio de una primera tarea cumplida. Al intentar subir la incubadora se dieron cuenta que no cabían en el camión. Nuevos momentos de tensión y una decisión arriesgada: sacaron a los bebés de sus equipos, los tomaron en brazos y los envolvieron con frazadas, mientras Paola continuaba con la tarea de hacer funcionar manualmente su sistema respiratorio. Así subieron con la ayuda de los conscriptos a un camión oscuro, porque no había ni el más mínimo tipo de luz en su interior, frío, acompañados de los soldados. Partió el motor y el camión se movía lentamente, tratando de salir del barro del Hospital al flujo de agua, piedras y barro que continuaba bajando por las calles.

Dos cuadras más allá el camión paró. Los vecinos del sector habían puesto obstáculos impidiendo totalmente el tránsito, con el fin de que jeeps y camionetas cuatro por cuatro —algunos en afán de cierto turismo de la desgracia— no salpicaran barro y les inundaran más sus hogares. Los militares primero, y después Paola tuvieron que bajarse y explicar a los indignados vecinos del sector que era asunto de vida o muerte, que debían pasar. Finalmente les abrieron paso.

El soldado le dijo a Paola que no mirara por la ventana. Ella pensaba en no desconcentrarse, no perder el ritmo de la ventilación, abrigar a la güagüa, constatar que seguía viva. No temer a lo qué se vería por esa ventana, no asomarse, aunque el camión se ladeara y a ratos pareciera que se iba a ir en el cauce flotando, como una más de las tantas cosas que se habían sumado a ese río oscuro. El sonido del caudal era fuerte, y matronas y paramédicos intercambiaron algunas nerviosas palabras sobre la estabilidad del vehículo. El trayecto era difícil, pero al mismo tiempo corto, no más de un kilómetro y medio de distancia, que en circunstancias normales habrían recorrido en cinco minutos, pero que en las actuales no tenían ninguna noción de cuánto había durado.

Una enfermera junto a paramédicos preparados con todo tipo de equipos estaban esperándolos en el estacionamiento. Paola bajó con el bebé en sus brazos, con cuidado, ayudada por los paramédicos que inmediatamente procedieron a arreglar la entubación, ya que venía en mal estado. La enfermera abrazó a Paola y se puso a llorar.

—Yo tenía barro hasta en el pelo, me trataba de limpiar, creo que estaba choqueada. De verdad pensé que se iban a morir pacientes en el traslado, podían fallecer, pero si no los trasladábamos iban a fallecer. Había una probabilidad de que algo saliera mal. Como la güagüa que llevaba en brazos, se le salió el tubo endotraquial, por el camino. Nosotros llevábamos todos los insumos para atender a nuestros pacientes en el camión, pero un militar amablemente tomó la caja de los insumos y los tiró a una ambulancia militar, nunca supimos cuál era. Sentía que era mi responsabilidad porque cuando me caí traccioné el tubo y lo pude haber desplazado.

Pero todo salió bien, aunque el traslado terminó pasadas las tres de la mañana. Los padres se enteraron después, varios eran de lugares aislados de Tierra Amarilla, donde por esos días no existía camino alguno que les permitiera llegar. El destino en la clínica era transitorio, porque irían a Santiago vía aérea, ya que les habían dado los cupos en centros asistenciales de la capital. Eso les ayudaría a resolver patologías que en la zona no se abordan, como operaciones al corazón y una hernia en el diafragma. En circunstancias normales, les cuesta bastante obtener el cupo ya que los centros asistenciales de la metrópolis no dan abasto a la demanda de su propia zona.

Paola se quedó en la clínica esperando a los otros pacientes, porque tenía que empezar a armar los cupos con todo el papeleo administrativo, y contarle a padres y madres lo sucedido.

En el hospital, hubo un cambio de camión que permitió que ingresara una incubadora, en la que trasladaron a tres bebés juntos, les conectaron oxígeno y llegaron con más seguridad a destino. El problema mayor fue con la otra güagüa conectada a ventilador mecánico.

Paola y todo su turno completaron las 24 horas trabajando, sus reemplazantes, una matrona y dos paramédicos llegaron a la clínica a hacer el cambio, en parte gracias a que algo había bajado el barro y era más posible transitar. Como les anunciaron que trabajarían hasta que alguien llegara a reemplazarlos, fue  emocionante el encuentro.

—Cuando la vi tenía ganas de llorar y la abracé, era como decirle gracias por aparecer y hacer el sacrificio de llegar —recuerda Paola— después como grupo nos abrazamos, con ganas de llorar y era por la reacción que ellos tuvieron cuando dijimos no, hay que salir, y eligieron hacerlo, cuando de primera todos teníamos miedo, nadie quería. Sentía que estaban súper comprometidos con los pacientes, que los priorizamos más que a nosotros mismos.

Jessica Acuña Neira, periodista y escritora. Especializada en periodismo narrativo y en investigación en memoria. Autora de los libros de crónicas “Olas de barro”, “Viven en nuestra memoria”, “Saberes ancestrales del pueblo colla” y co-autora de “Historias del Río Copiapó” junto a Eduardo Aramburú. Con diplomado en “Periodismo y derechos humanos” por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el curso de periodismo de investigación del programa Unesco GMDF contra la impunidad de las agresiones a periodistas y de periodismo narrativo en “Escritura crónica” de Argentina. Ha trabajado en diversos medios de comunicación de su zona y del país, fue editora del Diario Atacama, medio donde realizó investigaciones de impacto local y nacional.

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