Por Jessica Acuña Neira
El viernes Cristian y yo volamos de Copiapó atravesando los temidos tacos para ir a Tierra Amarilla a presenciar el milagro de Alejandro Moreno: revivir la voz de Andréz Pérez, en su última obra de teatro, Rescate. No fui por morbo ni pirotecnia, porque ninguna de ellas está presente en la puesta en escena de un texto que va desde contar una tierna fábula, una locura –una mano que lo abandona para ir a dibujar sobre murallas en Perú-, revivir el teatro Windsor de Chañaral en una maqueta que se desarma y despliega en el escenario, que a ratos es el espacio para cuerpos ensombrecidos o iluminado, un muñeco, una actriz, otra actriz, quienes se suceden en silencio la mayor parte de la veces, complementando la historia que la voz de Pérez cuenta. O a ratos, dialogando con ella.
En un momento vemos una actriz dentro de la maqueta, que es la leyenda de Sara Bernard atraída por el Teatro Windsor de Chañaral y al mismo tiempo una vedette del extremo sur, la que nos cuenta con el acento propio de la clase alta y la soltura de quien ha vivido harto que Andrés Pérez murió de pena, cuando le quitaron su teatro, haciendo referencia al galpón Matucana 100, el que Pérez rescató para transformarlo en el lugar donde presentar sus obras, ensayar, crear, dirigir, hacer teatro. Ella cuenta la historia mejor que nadie, una de esas que indigna, donde alude a la esposa de un presidente en un acto despiadado, tanto como la cama del hospital donde por una negligencia no recibió el oxígeno que tal vez nos permitiría aún tenerlo con nosotros.
Así que Moreno dijo después de la obra, a la hora de recibir los aplausos, que le hicieron un teatro a Andrés, el Windsor, ya que le habían quitado el suyo. Una forma de reparación. Por cierto, Andrés Pérez actuó alguna vez allí, donde se enamoró de la obra de Ana Ponce “Mi hermana la tonta” tanto que la dirigió para un ciclo de teatro en un canal de televisión. Y allí estaba Anita, mirando la obra, recordando, seguro que extrañando esos momentos de encuentros, presentaciones, giras y tanto más.
La obra me hizo enojar, reír, enternecerme, y también caí embobada ante la ensoñación de ciertas imágenes. Me gusta como este autor se aleja tanto de la realidad, mezclando cosas imposibles, oníricas o tan delirantes como un sopapo, convertido en ácido símbolo de lo necesario, pero nos dice cosas reales e importantes, denuncia sin tibiezas y nos deja pensando porque es difícil quedar indiferente. Demás está decir que hacer actuar a Andrés Pérez fue una proeza que le significó meses de trabajo junto a un editor de sonido que tuvo la paciencia para juntar las palabras y sílabas necesarias para construir las nuevas palabras y oraciones; y que el equipo de artistas locales, de Copiapó y Tierra Amarilla que se han embarcado en la creación de la obra ha estado también a la altura de crear un bello rescate. Ahora se van a Canadá, de gira y ojalá visiten muchos otros lugares.